El frío calá los huesos; afuera la noche aluzada con una debil luna menguate que se escuadriña entre los rincones de la soledad de mi corazón; adentro Sabina calienta los oidos, olvidandose de calentar el corazón. El frío, invierno helado, viento que se cuela entre las rendijas, me hace ver, sentir y oler la tristeza, la melancolía que ha arrastrado la nueva estación en su solsticio; ese aroma que penetra la piel, se funde en los huesos y te transforma en un costal de piel con calcio congelado incapaz de sentir algo que no sea el dolor o el vacio de no tener nada más que la ventisca helada circulando entre las celulas de tu ser.
Ese frío que se apoderó de mi, desde que ya no duermes más a mi lado, desde que tu calor es tan fictício como un trebol de cuatro hojas, tan ausente como la paz de tu mirada reflejada en mi cara cada amanecer. Esa sensación de impotencia cada noche al escribir, ese ir y venir de ideas divagantes, divergentes, tangentes y cambiantes que no empiezan, pero que támpoco terminan, que vuelan con las ventiscas que se cuelan por la puerta desgastada de mi casa, desgastada como la fé en el amor que gobierna mis días desde que tu no estas.
Ese fucking frío que hace aflorar la melancolía de mis letras, la ausencia de las mujeres que nunca tendré, de las que ya no vendrán y de las que son tan intermitentes que a veces están tan ausentes como las que se ván. La ausencia que me viste y que me acompaña, que parece una mala mañana que me he negado a dejar; esa ausencia tan tuya y tan mía, tan nuestra, que con este frío he comenzado a extrañar.
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